Alejandro Magno, Julio César o Napoleón entre otros, son de esos personajes que la Historia se ha encargado de convertirlos en grandes ídolos para las generaciones posteriores gracias a su astucia, inteligencia y valía militar. En común tienen ser aparentemente invencibles, grandes generales, conquistadores imparables y eternos vencedores de mil batallas. Por desgracia, entre ellos se han colado algunos indeseables que más que buenos ejemplos eran personas ruines, miserables, rastreras y canallas.
En esta ocasión el canalla en cuestión del que hablamos es Horatio Nelson, que fue vicealmirante de la Marina Real Británica, duque de Bronte, vizconde Nelson, barón del Nilo, de Hilborough y de Burham Thorpe, además de caballero de la Orden del Baño, que no es poco.
A la desmitificación procedemos ahora, pues se le ha tratado tradicionalmente como a un grande de la Historia, un héroe entre los héroes, o al menos, así nos lo han querido hacer ver los británicos.
Si esto es verdad o no lo iremos descubriendo en los próximos párrafos, pero de una cosa no hay duda, fue profeta en su tierra. La pérfida Albión sigue tratándolo aún hoy como el salvador que nunca fue, y por cualquier parte de Inglaterra que visites encuentras un recordatorio dedicado al marino inglés, véase la columna monumental que hace de pedestal para una talla suya que está situada ante la National Portrait Gallery en Londres.
Para nosotros, los españoles, es especialmente conocido por su papel en la célebre batalla de Trafalgar. Esta contienda que para la escuadra franco-hispana resultó ser una derrota estrepitosa fue su gran victoria y a la vez su tumba, menuda paradoja. La Historia, enemiga acérrima del olvido e imborrable huella perdurable a través de los siglos, no ha sido del todo fiel a sus principios y ha ido dejando de lado aspectos bastantes oscuros sobre su vida.
Muy joven, el hijo del reverendo -como suponemos que se le conocería en el pequeño pueblo de unos 150 habitantes en que nació- , se embarcó a la aventura, y lo primero relevante que hizo una vez llegó a capitán fue, como no, perder en la batalla que le enfrentó a los españoles en el río San Juan por el control de parte de las Indias. Un gravísimo error táctico hizo que los 5.700 soldados británicos –muchos de ellos marines- sucumbieran ante los 180 valientes españoles que se encontraban bajo las órdenes del capitán general andaluz Matías de Gálvez.
Años después, en 1784, siendo ya adulto Nelson fue demandado por sus capitanes por realizar arrestos ilegales durante la guerra de independencia estadounidense. Solo sus contactos en las esferas judiciales le libraron de pasar un buen tiempo a la sombra. Queda claro que no contaba con el apoyo de todos sus compañeros, y sus subordinados en especial aborrecían su arrogancia. Su conducta profesional causó gran decepción a los rectores del ejército británico.
Una década más tarde fingió haber perdido la visión del ojo derecho en la batalla del Cabo San Vicente para obtener una paga por parte del Estado. Los médicos que lo examinaron no creyeron su afección visual y se le denegó dicha compensación. Para su suerte, en el ataque a Santa Cruz de Tenerife perdió – esta vez sí de verdad- el brazo derecho. Ahora podría recibir su ansiada retribución. Parece ser que se abonó a perder contra los españoles y repitió fracaso en las Canarias, donde el general Gutiérrez le demostraría como de caro solíamos vender la piel otrora.
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El Almirante Nelson herido en Tenerife |
En el Nilo sí cosechó una sustancial victoria ante la potente flota francesa, que fue la que contribuyó a su fama. Por mucho que tratemos de desmitificarlo tampoco vamos a quitarle méritos a Nelson, al César lo que es del César.
Trafalgar, tumba de valerosos marineros, fue también el final de su ``brillante´´ hoja de servicios. Allí, superado por la perspicaz maniobra de los navíos franceses y españoles, y previendo una más que probable derrota decidió ataviarse con sus mejores galas y salir al castillo de popa del navío Victory para ser fácilmente reconocible. Una bala de mosquete disparada desde uno de los barcos enemigos lo alcanzó. Ese fue su ocaso. Como colofón a su vida, las últimas palabras que pronunció fueron para pedir un beso al capitán Hardy, algo misterioso y anormal. Para su desdicha murió quizás antes de saber que los suyos ganaron la batalla tras aprovechar la ineptitud de los oficiales franceses, que habían desaprovechado su inicial ventaja.
En coyunturas como esta sí que hay que darle la razón al presidente de los Estados Unidos Thomas Jefferson, pues ``la guerra es castigo tanto para el victorioso como para el vencido´´.
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