martes, 29 de noviembre de 2011

El dueño del mundo

Fernando Gallego/Historia

Con el título de este artículo bien podría estar refiriéndome a Felipe II, Carlos V o cualquier emperador romano de la talla de Augusto, pero no es este el caso. El dueño del mundo, y con mayúsculas, fue Gengis Kan.

Desde el Pacífico hasta el Mediterráneo cualquier persona que quisiera conservar su vida debía rendir pleitesía al gran Kan. La totalidad del territorio mencionado constituyó el imperio más extenso de la Historia. Se calcula que alrededor de cien millones de personas habitaron estas tierras, aunque es cierto que muchos expertos cuestionan el grado de sometimiento de la población conquistada y el nivel de las estructuras político-burocráticas. Claro está que un pastor nómada y sanguinario no iba a crear una red administrativa tan perfecta como la que existió en Roma durante el Imperio o la República, pero sí que su reino tuvo algo de organización al apoyarse en las aristocracias locales. Si éstas se le oponían serían rápidamente eliminadas.

Pero no adelantemos hechos, Gengis Kan es y ha sido siempre uno de los personajes ``malos´´ de la Historia. Su carácter tosco, rudo, impasible, cruel y criminal fue seguramente una consecuencia de la dura infancia que vivió. Con tan solo 9 años presenció la muerte de su padre a manos de los tártaros, y desde entonces su vida cambió. El futuro emperador mongol se vio obligado a madurar demasiado deprisa, y  su objetivo de aquí en adelante sería acabar con los asesinos de su padre. Su valentía y fiereza en batalla le valió rápidamente las fidelidades de sus congéneres, junto a los cuales forjaría su leyenda.



A finales del siglo XII ya había sembrado el pánico por media Asia y había vencido a los tártaros, pero aún le quedaba un largo camino por delante. Uno de los primeros escollos a los que se tuvo que enfrentar fue cuando un clan aliado se reveló; el motivo era que su líder Yamuja – hay quien también dice que era hermano del emperador - no soportaba que Gengis Kan fuera más venerado que él. La guerra civil parecía inminente, y como suele ocurrir en estas circunstancias, la  ganaría el más astuto.

Era habitual en estos tiempos el espionaje nocturno, que servía para calibrar el número de oponentes, caballos y armas en batalla. El método para contabilizar el número de guerreros solía ser observar cuantas hogueras había encendidas, pues cada uno solía tener la suya propia para sus menesteres. El gran Kan, que conocía todos estos procedimientos decidió llevar a cabo una estratagema: aquella noche cada soldado encendería sus brasas y cinco más. Los espías de Yamuja remontaron la colina cercana al campamento enemigo, y cuando observaron la cantidad de fuegos encendidos huyeron despavoridos y disuadieron a su jefe de presentar batalla. De esta manera, Gengis Kan había ganado una importante guerra sin ni siquiera disparar una flecha.

A pesar de lo que pueda creerse, su ejército era poco numeroso, pero lo importante en este caso no era la cantidad, sino la calidad. Todos los hombres libres se entrenaban para la guerra desde jóvenes – como ocurría en Esparta-, y eran tan buenos jinetes que incluso se decía que de tanto tiempo que pasaban encima del caballo apenas sabían andar cuando se bajaban de él, así que háganse la idea de la potencia de su caballería. Se daba un sistema de meritocracia, en el que primaba el valor en la batalla y la lealtad para acceder a un título o un cargo. Aún así había ocasiones en que el número de efectivos no era suficiente. Es entonces cuando entran en liza las tecnologías mongolas, pues poseían arcos más flexibles y mucho más dañinos que los que siglos después se usarían en Europa; portaban armaduras de cuero y seda que ofrecían más protección que las de metal; y para colmo, gozaban de una súper arma a modo de catapulta o trabuquete. Es normal que existiera la leyenda de que los mongoles eran inmortales, ya que para matarlos había que saber muy bien cómo hacerlo.

                                            foto: altaar.blogspot.com

Pero ricemos más aún el rizo: a veces todo esto resultaba inservible o directamente preferían no tener que combatir, y  entonces se veían obligados a recurrir al terror y a la guerra psicológica para vencer al enemigo. Mientras más agónica fuera la batalla más tiempo perduraría en la memoria de los pueblos la derrota y el respeto  que debían sentir hacia los mongoles. A esto ayudaba también que Gengis Kan estuviera convencido de que su misión divina era conquistar el mundo, y por ello era habitual que en sus sermones a los vencidos y enemigos, entre las ruinas de las ciudades destruidas, dijera cosas tales como: `` soy un castigo de dios´´ o ``métete conmigo y serás historia´´. La fiereza de la que hacían gala realmente era tal, y esto nos lo confirma las pruebas arqueológicas. Cuando el Imperio se encontraba prácticamente en su máximo apogeo el gran Kan decidió enfrentarse al Sah de Persia en lo que sería una de las más duras contiendas. En la ciudad palaciega del Sah los mongoles se toparon con unas murallas monumentales y un foso profundísimo, aderezado además con una hostil lluvia de flechas. Gengis Kan, ni corto ni perezoso, decidió protegerse con los rehenes que habían hecho en la ciudad extramuros, y este escudo humano resultó efectivo, les protegió debidamente. Pero seguía existiendo el obstáculo que suponía el foso, y la conquista no se podría llevar a cabo si no se entraba en la ciudad, así que el plan B fue ejecutar millares de personas y arrojarlas al foso, pudiendo de esta manera atravesarlo. El puente humano también dio sus frutos y los palacios fueron arrasados. La superioridad mongola era incontestable en estos momentos.

Con 65 años – 35 por encima de la esperanza de vida en su época- moría, pero la expansión continuaba y los territorios imperiales se acrecentaban aún más. Durante varios siglos las cargas del ejército mongol siguieron siendo sinónimo de muerte.

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